Si pudiese decir cosas fugazmente, diría que me hace feliz sentir que crezco. Que me gusta reconocerme detalles que preferí obviar porque no eran lo que yo imaginaba de mi; es difícil explicar esto, pero a ratos me sentí una proyección de alguien más. Ahora no. Nada me une a los recuerdos, y las memorias (que quedan) se quedan ahí y no salen más. Ya no hay caminatas de tarde en tarde que me llenen la cabeza de vacíos insatisfechos y penas redundantes. De a poco las calles toman color y cariño por cuanto alojan; ahora las vitrinas me gustan, así como el sonido de los adoquines sueltos al pisarlos y los perros que descansan donde los pille la flojera.
No quiero referirme a nadie en particular. Sé, me consta, que quien deba leer esto lo leerá y sabrá remotamente a qué me refiero. Se trata de volver a relacionarme con el suelo y el cielo en un equilibrio mejor. Volver a dejar un resto de vida para el futuro y disolver de a poquito la idea de que el presente lo es todo; más control, menos caos, más cuidado. Aprender a llorar de nuevo, darme permiso de sentir o no sentir. Reírme de idioteces y perder la vergüenza a mis ideas y tonteras.
Sé que era necesario un golpe duro para aprender a vivir mejor. Y, como dije anteriormente, son cosas que uno debe agradecer. Pero no voy a agradecer nunca la pena, la soledad y la ansiedad, mucho menos todo lo que provocaron en mi. Ahora que lo sé es tiempo de aprender a caminar dando pasos más seguros; reconocer origen, destinos y la dialéctica bonita que existe entre los pesos de cada paso.
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