martes, 10 de mayo de 2011

A las dos y treinta

Lo bonito  es que al mirar atrás ya nada duele.
El universo es de pronto una película,
y ya no importa cuanto bien o mal, sólo importa
que pasó. 
¿Cuanto nos queda? Who knows. 
Se acabaron los 138 minutos. Los créditos corren fugaces;
no hay de qué afirmarse... fugarse, fugaz, fugas.
En una de esas nunca salimos de la ficción, 
y todo aquello que era precisamente un sueño se
acabó justo en la mejor parte, la parte necesaria, la parte terrible.


Somos eso. Fuimos eso. Eramos eso.
No sé que de todo suena mejor; no sé cuales son las mejores palabras para hablar de un nosotros tan distante de mi mismo. Porque hoy somos objetos de la memoria; artefactos que plasman lo peor de nosotros: el ser vulnerables como estrategia para que el otro abra sus brazos una noche más, cerrando la puerta de golpe tras nuestras espaldas dejando con las luces de la ciudad aquello que nuevamente nos hundirá en cuanto amanezca.
Creímos que una habitación era suficiente para contener un mundo, pero aprendimos que dos mundos jamás entrarían en la misma habitación.
Ya no hay que pecar de fiel a la memoria; nada, absolutamente nada, llegará a significar más que el hoy. Entre lo que tú y yo fuimos hace un tiempo hay un maravilloso campo minado, y no sé si lamento decir que no hay motivos suficientes para cruzar nuevamente el umbral; pienso que muy probablemente no volveré a sentarme contigo este invierno. Es más, nunca nadie volverá a ninguna parte; todo aquello que se armó alguna vez se reconfiguró maravillosamente en desmedro del ayer.

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