domingo, 14 de noviembre de 2010

Hay algo en el pecho que se me apreta mucho hoy. Es un todo que se cae, siempre, constante.

Es que hoy me apesté, grité, exploté y, para variar, arranqué. Tiré la bomba y corrí como siempre.
En el metro, por alguna razón que no recuerdo, la sensación de que suene el teléfono contándote que alguien ya no está me invadió. Esa sensación de que hace un rato alguien caminó, sonrió, rabió, y ahora simplemente no es, y que cualquier resto que te intenten traer no es nada; no es cuerpo, no es carne, no es sangre.
Mi abuelo desapareció en alguna parte, y no ha vuelto. Pero no sé, tengo una mala manía de esperar a quienes se van, y por lo mismo miro cada camioneta blanca, casi con esperanza, porque una así se lo llevó, lo sé, y en alguna parte da vueltas.
De todas formas, encuentro mucho más terrible esperar por quienes se fueron. Mi abuelo fue algo así como abducido por las montañas, o por su trabajo, o por la carretera. Pero ¿por qué hay que esperar en casualidades a quien no quiere volver? Porque hay quienes se pierden profundamente queriéndolo así; por qué no respetar su decisión? ¿Cómo le explico yo a la pena, a la esperanza, a las ganas que esta noche no habrán mensajes con sonrisas? 
Uno debe crecer, pero yo no sé por donde crecer, y todo lo estanco. Y todos los intentos los siento vanos, porque siento que cada paso me lleva a donde mismo. Todos saben que los círculos marean, y pienso que no es casualidad que constantemente todo lo que he comido quiera salir y devolverse; tal vez cada vez pese menos, con cada reflejo de lo que debería ser.
Esta noche me apesta arrancar. Pero la verdad es que no hay de otra; sé que los recuerdos no perdonan, pero el presente ayuda a pensarlos menos; aunque me irrite el olor de la cerveza o el tabaco en mis manos.

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