domingo, 10 de abril de 2011

Lo que sucede entre los andenes.

- ... pero a mi nunca me hagas la cama. No es necesario; ya haces muchas otras cosas.- lanzó cómo una granada antes de partir.
- ¿Seguro...?
- Sí, - dirigió su mirada al piso - No sabes cuanto...

Lastarria es una calle problemática en si misma; contiene todo aquello que uno quiere, es cierto, pero a su vez contiene todo aquello que puede llegar a ser un vicio. Una tarde cualquiera puede ser la ciudad, el epicentro, la vida misma; basta un par de miradas, basta saber que de pronto uno no es el único que va por la vereda mirando todo como si Lastarria fuese la última novedad descubierta, que de pronto podría una casualidad romper dos, tres, ocho meses de distancias en un encuentro casual, con un "hola" que surge entre el sonido del acordeón y de aquellos que ríen constantemente con una copa o un café en sus manos, un hola que espera de todo corazón ser escuchado, o en su defecto, ser lanzado de una vez para correr a tierra firme y asumir que todo nunca sucedió.

Al salir a la calle se reconoció al borde del mapa; en cualquier momento podría caer en la perdición misma. Y no tenía cómo quedarse ahí, no tenía sentido siquiera decir (y saber) que se estaba bien cuando en realidad bastaba  un encuentro inesperado para dejar en la calle meses de convencimiento, de creer que todo estaba bien, de asumir de una vez que estaría en calma y feliz sea donde sea y con quien sea. 
No podía tranquilizarse, no tenía cómo. Y miró la ventana del departamento; tal vez ella podría estar mirándole partir; tal vez ella podría ser un ancla, un camino de miguitas que seguir para volver a casa. Sin embargo sólo encontró el cielo reflejado en el vidrio.
Quiso creer que era suficiente para volver. Quiso creer que en el fondo de la habitación, tal vez mientras ponía en orden las cobijas y sus ideas, le miraba por la ventana. Pero era tarde. En el fondo de su corazón era tarde, y sin importar cuantos ojos le miraran por la ventana, ya no había cómo volver. No había cómo, aunque ella saliera al balcón y, entre todos, le tendiera una mano. 
La ciudad de pronto aparece y lo devora. No hay nada que hacer; son cosas de la ciudad; es la crisis del capitalino que se enamoró en la ciudad, y que una vez solo encuentra el refugio en esta. Nunca se enterará de que cada lugar que pisa no llegará nunca a ser la ciudad. ¿Qué sentido tiene la ciudad si no contiene nada? 
El capitalino en crisis se enamora del cascarón, nunca de la ciudad; una vez que se enamora en la ciudad no volverá a experimentarla hasta que pueda recorrerla con los ojos puestos en alguien más y no en el camino; será entonces el momento en que las calles tendrán sabor y textura, no solo ese horrible olor a transito, a puente, a no lugar. 
El capitalino en crisis se aleja del nido. Tiende hacia afuera, centrífugo, y olvida. A los treinta minutos recordará que no ha sucedido nada. Llegará a su casa, tomará un café y sonreirá. La crisis quedará en la calle hasta la próxima salida.

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