Nunca supo si en verdad le gustaba la noche o sólo arrancaba del día. El punto es que bajo las estrellas creó su propio universo; en este, entre bares y demases, esperó poder de una vez por toda extirpar todo lo que le recordase que alguna vez tuvo el corazón tan rojo.
Cada pista de baile se mostró como una oportunidad, un juego nuevo, un campo de batalla donde reñirse contra la memoria; en su cabeza cada canción tiene gusto a ayer, a memoria estancada. Toda melodía sufre una superposición de imágenes, transformándose en un collage de recuerdos que desfila por 3 minutos aproximadamente para terminar con un beat que de paso a otra canción, que será otra batalla más, y así seguir sin que haya conciencia de que en 4 horas ha pasado toda una historia que se consolidó al margen de las zapatillas gastadas noche tras noche en los suelos pegajosos de tanto licor desparramado.
La noche avanza en un juego de luces y sombras. Pero aun bajo estas sombras no hay donde esconderse; siempre sonará una canción que le cale profundo, siempre habrá un espacio sin salida. Siempre habrá un lugar para perderse.
Fuera del local no hay calor. Y no suena nada en las calles; las luces se tornan estáticas en la capital. Nuevamente hace frío, y este se acrecienta cuando no hay destino fijo.
Con las manos en los bolsillos dará un par de vueltas de más, conseguirá fuego y exhalará la pena. La noche acaba en cuanto cierra la puerta tras su espalda y da por perdida otra batalla; documenta lo acontecido con una frase o dos que le resuenan y se acuesta con la esperanza de que el fin de semana que sigue sea el que le libere del todo; que le haga volver a valorar las bondades del día, que le devuelvan la confianza en si mismo y en sus pasos de baile.
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