La vida y todos sus componentes hay que agradecerlos, es cierto. Pero yo no quería que se fueran. No tenían que hacerlo.
Y es una pena que todo se desmigaje así, así como el pan tostado que se quemó en una cocina el 24 de agosto en la mañana, al lado de la leche que se volvió nata esperando una camioneta; así como las ganas de querer en las noches que se volvían días y tardes interminables, que se alargaban y desaparecían en un terrible domingo en la tarde. Así como un 21 de mayo lejos de las burbujas que llamamos realidades.
Es una pena, porque no queda nada para hoy; tal vez sí para mañana, y no puedo no agradecer el ayer. Pero el hoy está vacío, con ese vacío propio de espacios que pesan más y más sin fin; como esos vacíos interestelares que se llenan y pesan por materias no identificadas. Son esas materias las que no me dejan, nada más que eso. Y yo ya no quiero más, así de simple. No sé que quiero, porque de pronto todo falta, y cada movimiento, cada paso que doy, lo hago para deshacer e ignorarlo.
Por la mierda! Esta noche es tan vacía y duele tanto el pecho! parece que las ganas de vomitar remitieran a cosas más allá que aquello que se ingirió hace unas horas; una especie de vomito metafísico o algo así.
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